El crepúsculo de las máquinas - John Zerzan

Ha pasado tiempo desde que W.H. Auden lo resumiera con estas palabras: “La situación de nuestra época nos persigue como en un crimen escalofriante”. En la actualidad la crisis se manifiesta y profundiza en todas las esferas. Las condiciones recrudecen y ninguna de las respuestas de antaño permanece ya en pie. Una amiga y vecina suele hablarme -con elocuencia y discernimiento- sobre el trato con los otros, aconsejando recordar que todos tenemos en algún modo el corazón partido.



¿Será posible que haya todavía quienes no sepan cuál es la dirección a la que el sistema mundial -y esta sociedad en particular- nos lleva? El calentamiento global, una de las funciones de la civilización industrial, liquidará la biosfera mucho antes que acabe este siglo. Las especies se extinguen en todo el planeta a un ritmo acelerado. Avanzan “zonas muertas” en el océano. El aire y el suelo son envenenados progresivamente, los bosques tropicales sacrificados y todo lo demás que deviene con ello.

Niños, incluso de dos años, son medicados con antidepresivos; paralelamente los desórdenes emocionales de la juventud se han más que duplicado en los últimos 20 años y la tasa de suicidios adolescentes se triplicó desde la década 1971/80. Un estudio reciente señala que casi un tercio de los estudiantes de secundaria beben alcohol por lo menos una vez al mes. Los investigadores concluyen que “entre menores de edad el consumo de alcohol alcanza en EEUU proporciones epidémicas”.

La mayor parte de las personas consume alguna droga para soportar su vida cotidiana contra el telón de fondo de los brotes homicidas en los hogares, escuelas y centros de trabajo. Uno de los últimos cuadros patológicos -entre muchos otros- corresponde al infanticidio perpetrado por los padres. Una panoplia de estremecimiento y fenómenos horrorosos que emanan del corazón de la sociedad endesintegración. Hemos heredado un paisaje de vacío, codicia, estrés, aburrimiento, ansiedad en la cual nuestra naturaleza humana se degrada en la misma proporción de lo que queda vivo en el mundo natural.

Se informa que el volumen de conocimientos se duplica casi cada cinco años; sin embargo en este mundo crecientemente tecnificado y homógeneo la “siempre eterna” realidad sigue adelante sin objeción, al menos hasta ahora. En la novela de Michel Houellebecq 1998 Les Particules Elémentaires -un bestseller en Francia- se captura la triste, desilusionada modernidad en la que la clonación viene a ser como una redención. La civilización en sí misma ha fracasado y la humanidad termina liquidándose sometida por completo a la dominación. No puede ser más a tono con el total fiasco y cínico zeitgeist postmoderno.

La cultura de los símbolos atrofió nuestros sentidos, reprimió nuestra experiencia no mediatizada, y nos condujoó, como predijo Freud, a un estado de “infelicidad interna permanente”. Hemos sido rebajados y empobrecidos al punto que estamos forzados a preguntarnos porqué la actividad humana se ha vuelto tan hostil a la humanidad –sin mencionar su enemistad hacia otras formas de vida en el planeta-.

Dos libros publicados hace poco: All Connected Now: Life in the First Global Civilization (Todos conectados ahora: la vida y la primera civilización global) y What Will Be: How the New World of Information Will Change Our Lives (El mundo de la informática cambiará nuestras vidas) expresan desde sus mismos títulos el sometimiento a una cada vez más estandarizada e infeliz problemática. Estos trabajos reflejan el agotamiento de la creatividad y la bancarrota moral de una era que la masiva deshumanización y la rampante destrucción de la naturaleza se producen con el objeto de alcanzar frutos en sus proyectos interrelacionados.

Entre los años 1997 y 1998 -y por muchos meses- se vio en el cielo del sudeste asiático una humareda: el producto de cuatro millones de hectáreas de bosques quemados. Cuatro años después, en el este de Australia, cientos de incendios consumieron sus bosques durante varias semanas, después de que algunos adolescentes decidieran prenderles fuego. En EEUU los niveles de contaminación del agua de napas subterráneas y suelos aumentan por efecto de la concentración de antidepresivos en la orina humana. La alienación en la sociedad y el aniquilamiento de las comunidades de plantas y animales se suman a una macabra, trabada danza de violencia que amenaza la salud y la vida.

La existencia progresivamente cosificada incapacita cualquier cosa o sujeto que ose ponerla en duda. ¿De qué otra manera podemos dar cuenta de la asombrosa naturaleza complaciente del posmodernismo, alérgica a cualquier interrogante sobre los elementos básicos que constituyen la malevolencia tecno-capitalista? Sin embargo las interrogantes emergen con un perfil de rápido crecimiento, así como con el ímpetu profundo del movimiento social rejuvenecido.

Al mismo ritmo en que los signos vitales de la vida en el planeta empeoran a toda escala, las mentes brillantes debieran poner atención y buscar soluciones. Pero, en cambio, la mayor parte de ellas encuentra infinitos modos de ponderar la paralizante dicotomía civilización versus naturaleza, incapaces de llegar a una conclusión por lo demás inevitable. Durante la modernidad, un puñado de individuos perspicaces comenzó este cuestionamiento. Horkheimer concluye que la dominación de la naturaleza -y de los humanos, en consecuencia- es la razón instrumental que conlleva tal dominación y proviene de las “capas más profundas de la civilización”. Bataille comprende que “en el mismo movimiento con que el individuo niega la madre naturaleza, abre el camino a la subyugación”.


Por fin la necesaria reacción

Después de casi 30 años de ausencia vemos renacer los movimientos sociales. Impulsados e informados por la crisis planetaria, alcanzan una profundidad de comprensión y análisis más aguda que la de aquellos les precedieron en los años sesentas. Para usar el término adecuado, este nuevo movimiento es por esencia “anarquista”. Fue partir de noviembre de 1999, cuando la protesta militante contra la Organización Mundial del Comercio (OMC) irrumpió en las calles de Seattle (EEUU), que la orientación antiglobalista de la lucha se hizo cada vez más evidente.

“El anarquismo es la perspectiva dominante dentro del movimiento”, señaló Barbara Epstein, en 2001 en un artículo. Esther Kaplan lo documenta en febrero de 2002. Escribe:”desde que pasaron los hechos de Seattle, cada vez más activistas, sin mucha fanfarria, se han ido identificando explícitamente como anarquistas, mientras que los colectivos con esa perspectiva brotan por todas partes (…) El grupo marginal anarquista está convirtiéndose en el centro mismo del movimeinto”. David Graeber lo expresa sucintamente: “El anarquismo es el corazón del movimiento, su alma; la fuente de la mayoría de lo que es nuevo y esperanzador”.

Henry Kissinger calificó las protestas de 1999/2000 como “señales de alerta” de un “peso político potencial” en los países industrializados del Tercer Mundo, y tambien como una amenaza al sistema mundial. El informe de la CIA Global Trends 2015 (Tendencias globales 2015), que se hiciera público en la primavera de 2000, predice que el mayor obstáculo a la globalización en el nuevo milenio provendrá de la probable acción conjunta entre el movimiento protestatario del Primer Mundo y las luchas de los pueblos indígenas para mantener su integridad contra el capital usurpador y la tecnología.

Todo ello nos plantea una interrogante de suma importancia sobre este movimiento y su “amenazante” conexión con los siglos de luchas contra el imperio en el mundo aún no industrializado. Es decir: si tiene una
orientación anarquista en ascenso, ¿en qué consiste este anarquismo?

Creo que es perfectamente claro que se está convirtiendo en algo que no forma parte de la izquierda tradicional. Hasta ahora los movimientos modernos anticapitalistas aceptan en sus bases constitutivas la expansión de los medios de producción y la continuidad del desarrollo tecnológico. Hoy surge una negación explicita a esta orientación produccionista. En consecuencia, se trata del ascenso de una nueva tendencia anarquista.

El movimiento anarco-primitivista -o simplemente primitivista- entiende que para develar las razones de la sombría realidad actual, se requiere una auscultación de las instituciones que universalmente se han dado por
indiscutibles. A pesar de que lo posmoderno proscribe la investigación crítica sobre el origen de estas instituciones, la nueva perspectiva anarquista plantea incluso a la división del trabajo y la domesticación como causas fundamentales de la precariedad que gravita sobre nuestra existencia.

La tecnología -es decir un sistema basado en una mayor división del trabajo y especialización- es también el motor de una cada vez más poderosa tecnologización de las condiciones de vida en el mundo. La civilización, que llega cuando la división del trabajo alcanza la etapa en que produce domesticación, es vista a su vez como muy problemática. En todas partes a lo largo de la historia la domesticación de animales y plantas fue asumida como algo obvio, en la actualidad esta lógica se observa con mayor detención. Detenernos, por ejemplo, en el significado de las expresiones ingeniería genética y clonación humana, es comnprenderlas como parte implícita del movimiento hacia la dominación de la naturaleza, es decir, la domesticación. Aunque resulte evidente que este alcance crítico despierte más interrogantes de los que responde, el desarrollo de una conciencia anarquista que se enfila hacia respuestas definitivas no puede retroceder.

No se puede volver a la vieja, fallida izquierda. En este punto ¿quién no es capaz de darse cuenta que algo distinto se necesita con urgencia?

Una de las fuentes de inspiración de la anarquía primitivista es el cambio paradigmático, notorio en las últimas décadas, de los estudios de antropología y arqueología en relación a la vida social durante la “prehistoria”. La civilización aparececería recién alrededeor de 9.000 años atrás. Un lapso empequeñecido por las miles de generaciones humanas que disfrutaron lo que se podría llamar estado natural de anarquía. La ortodoxia general en la literatura antropológica, incluyendo los textos universitarios, retrata la vida fuera de la civilización como aquella donde se goza de mucho tiempo para el ocio, un modo igualitario de distribución de comida y convivencia, relativa autonomía e igualdad de sexos y ausencia de violencia institucionalizada.

Los humanos usaban el fuego para cocinar vegetales fibrosos hace dos millones de años, y navegaron en altamar por lo menos 800. 000 años atrás. Tenían un nivel de inteligencia igual al nuestro y disfrutaban de una esplendorosa, pacífica adaptación al mundo natural como nunca la hemos vuelto a ver. Allí donde los textos de estudio solían hacer la pregunta retórica de por qué el homo sapiens se demoró tanto en adoptar la
domesticación y la agricultura, ahora se interrogan sobre las razones reales de haberlo hecho.

A medida que los frutos tanto negativos como terminales de la tecnología se tornan más nítidoss, el viraje hacia una política anti civilización, luddista, cobra cada vez más sentido. No sorprende detectar su influencia, por ejemplo, en la jornada de protesta masiva en Genova -contra el G8, o grupos de los ocho países más poderosos-, en julio de 2001. Más de 300.000 manifestantes se apoderaron de las calles dejando un saldo de US$50 millones en daños. El gobierno italiano responsabilizó al Bloque negro anarquista, y particularmente a su concepción primitivista, por el elevado nivel de manifestación.

Una tarea urgente

¿Cuánto tiempo más tenemos para hacer algo para salvar la biósfera y la humanidad? Las viejas ideas son equivalentes a sus deacreditados esfuerzos por liderar este mundo, convertido en una red masificada de producción y extrañamiento. Los anarquistas verdes o primitivistas prefieren la tesis de una comunidad radical y descentralizada donde se conozcan cara a cara, basándose más en lo que la naturaleza pueda darnos y no en qué tan definitiva pueda ser la dominación de la naturaleza. Nuestra visión, por razones más que obvias, se enfoca contra el dominio de la tecnología y el capital.

La izquierda ha fracasado monumentalmente, en términos del individuo y en términos de la naturaleza. Al mismo tiempo, la distancia entre la izquierda y el nuevo movimiento anarquista se amplía. Pierre Bourdieu y Richard Rorty, por citar un ejemplo, esperaron absurdamente por un conexión rejuvenecida entre intelectuales y sindicatos, como si esta quimera pudiera de alguna forma cambiar algo al nivel básico. Jurgen Habermas -Between Facts and Norms- (Jurgen Habermas, Entre hechos y normas) produce una suerte de apología al estado de cosas reinante, ciego a la real colonización de la vida moderna e incluso menos crítico y descriminatorio que sus trabajos anteriores. Hardt y Negri hablan por su parte en forma bastante directa: Seríamos anarquistas si no tuviesemos que ponunciarnos (…) desde el punto de vista de una materialidad constituida en las redes de cooperación productiva, en otras palabras, desde la perspectiva de una humanidad que es contruida productivamente (…) No, no somos anarquistas sino comunistas”. Animosamente, y para clarificar este punto, Jesús Sepúlveda observa en un texto complementario a su ensayo El Jardín de las peculiaridades2 (2002) “la anarquía, los movimientos sociales y los movimientos indígenas luchan contra el orden civilizado y sus prácticas de estandarización”.

No todos los anarquistas subscriben la ola de suspicacias acerca de la tecnología y la civilización. Noam Chomsky Murray Bookchin, en los Estados Unidos, por ejemplo, se aferran al concepto tradicional de desarrollo progresivo. El corazón marxista del anarco sindicalismo tipifica esta adhesión y se disipa entre sus camaradas de izquierda.

Marx, que sabía muy bien sobre el impacto del proceso productivo y su curso destructivo como división del trabajo, no obstante creyó -o quiso creer- que la dinámica tecnológica debilitaría al capitalismo. Sin embargo”no todo lo que es sólido” se va a “derretir en el aire”; por el contrario, se convierte en lo que siempre fue. Y esto es tan cierto para la civilización como para
el capitalismo.

La civilización tiene hoy la forma que la tecnología le asigna, inseparable del resto del orden social -el paisaje mundial del capital-y encarna y expresa sus más profundos valores. “Nos queda solamente la condición
tecnológica”, concluye Heidegger, cuya formulación fue en sí suficiente para exponer el mito de la supuesta “neutralidad” de la tecnología.

Desde el origen de la división del trabajo hasta la actualidad, la tecnología ha sido una hipótesis, reprimida como un objeto de cuidado. Al punto que la tecnologización generalizada caracteriza el mundo y representa el aspecto más dominante de la vida moderna. Pero el velo se ha levantado. La colonización tecnológica -invasora de la vida cotidiana- y el sistemático desplazamiento del medio físico no pueder ser ignorados u ocultados. Un vendaval de interrogantes lo emplazan.

La salud es uno de ellas, en la medida que somos tstigos del resurgimiento y multiplicación de enfermedades -cada vez más resistentes a la medicina industrial que proclama haberlas erradicado-. Los antidepresivos, por su parte, muestran el aumento de síntomas como la tristeza, la depresión, la ansiedad y la desesperación; mientras, al mismo tiempo, se supone que debemos permanecer ciegos a la riqueza multisensorial, a la diversidad y a la proximidad que la tecnología resta de nuestras vidas. El ciberespacio promete conexión, poder y variedad a las personas -que nunca habían estado tan aisladas, tan faltas de poder y estandarizadas-. En cada investigación se confirma que incluso unas pocas horas en la internet producen los efectos antes mencionados. Pero la tecnología también sirve para extender el lugar de trabajo, a través de diversos aparatos electrónicos: como teléfonos portátiles o beepers, y el correo electrónico mantiene a millones “en servicio” sin importar la hora o el lugar.

¿Cuál es el ethos cultural que ha irrumpido de criticismo y resistencia ante la legitimación de lo ilegítimo? El postmodernismo ha alcanzado finalmente el nadir de su bancarrota moral e intelectual.


El posmodernismo

Seyla Benhabib nos provee de una versión completa del pensamiento en tres hipótesis:

“la muerte del hombre entendido como la muerte de su autonomía, del sujeto autoreflexivo, capaz de actuar bajo principios; la muerte de la historia, entendida como la ruptura del interés espistémico en la historia de la lucha de los grupos que construyen sus narrativas del pasado; la muerte de la metafísica, entendida como la imposibilidad de criticar o legitimizar instituciones, prácticas y tradiciones sino a través de la eminente apelación a la autolegitimación de las narrativas menores”.

Marshall Berman encapsula el posmodernismo como “una filosofía de la desesperanza, enmascarada como moda intelectualoide radical. (…) es la contrapartida del colapso de la civilización que nos rodea”.

Los posmodernistas defienden la diversidad, diferencia y hetereogeneidad, y escogen ver una realidad fluida e indeterminada. Un paralelo a esta actitud es el movimiento de productos no perecibles, que circulan vacíos de significado en el goblalizado ritmo consumista de comida chatarra. El posmodernismo insiste en la superficie y se esmera en desacreditar cualquier noción de autenticidad.

Ningún significado es aceptado. Universalidades de todo tipo son despreciadas en favor de una supuesta particularidad. Por otro lado, el significado de una tecnología homogeneizante y universal no sólo no se
cuestiona sino que se acepta como inevitable. La conexión entre el imperialismo tecnológico y la pérdida de significado en la sociedad nunca ha sido entendida muy bien por los posmodernistas.

Nacido tras la derrota de los movimientos sociales de los años sesentas y de su empobrecimiento durante las décadas posteriores a la derrota y previas a la reacción, el posmodernismo es el nombre para la posteriddad de sus monstruosos hechos. Alegres en aceptar el presente como una tecnonatura y tecnocultura, Donna Haraway epitomiza al posmoderno vencido.

La tecnología, parece ser que siempre estuvo; no hay razón para ubicarse afuera de su cultura; lo “natural” no es más que la perversa naturalización de la cultura. En resumen, no hay naturaleza que defender, “somos todos cyborgs3.” Esta instancia es obviamente en beneficio de la guerra contra la naturaleza; específicamente, de aquellas contra las mujeres, las culturas indígenas, las especies en extinción; es decir: sontra toda forma de vida no creada artificialmente.

Para Haraway, la próstesis tecnológica “se convierte en una categoría fundamental para entender nuestro más íntimo ser” en el proceso de fusionarnos con la máquina. “La tecnociencia es inequívocamente para
nosotros ciencia”. Sin sorprendernos la escritora increpa aquienes resisten a la ingeniería genética, con la advertencia de que el mundo está demasiado “desordenado, sucio” para veredictos simplistas sobre las prácticas de tecnociencia. En verdad, oponerse a eso es algo “estúpido” y “reactivista”.

Lamentablemente son demasiados los que siguen su senda de capitulación ante el periplo mortal al que hemos sido forzados. Daniel R. White escribe, en forma increíble, sobre “una rúbrica postmoderna-ecológica” cuyos pasos sobrepasan la contradicción entre opresor y oprimido. Para luego reflexionar, haciendo eco a lo dicho por Haraway, que “todos nos estamos convirtiendo en cyborgs”. “¿Qué tipo de criatura nos gustaría ser? ¿ Es que acaso queremos ser realmente criaturas? ¿No sería mejor ser máquinas? ¿En qué tipo de máquinas nos convertiremos?”.

Michel Foucault fue, obvio es decirlo, la figura clave del posmodernismo, y su influencia no ha sido para nada liberadora. Foucault termina perdiendo el camino cuando habla sobre el poder. Concluye afirmando que el poder está en todas partes y en ninguna. Este argumento facilitó la noción de lo posmoderno, oponiéndolo a la noción de opresión por encontrarla anticuada. Más específicamente, Foucault terminó diciendo que resistirse a la tecnología es inútil, y que además las relaciones humanas no tenían otra escapatoria que ser tecnológicas.

El periodo posmoderno, de acuerdo con Paul Virilio, corresponde “la era del súbito final de la industrialización, a toda la destrucción global ocacionada por el progreso”. Debemos sobrepasar la posmodernidad complaciente y deshacer tal progreso. La civilización es el fundamento que decide todo el resto. Como Freud anotara, “existen dificultades en la adaptación a la naturaleza de la civilización, la cual no dará el paso a ningún intento de reformarla”. Las “dificultades” provienen del origen de la civilización, como la renuncia forzada del Eros y de la libertad de los instintos; estas “dificultades” que, como Freud anticipó, producirán un estado de neurosis universal.

Freud también se refirió al “sentido de culpa producido por la civilización en la cual se deposita un gran volumen del inconsciente, o aparece como un tipo de malestar, insatisfacción”. La magnitud del crimen llamado
civilización explica la enorme cantidad de culpa acumulada, especialmente desde que la continua repromulgación del crimen u ofensa -la curvatura de la libertad de los instintos- es necesaria para mantener la coerción y la destructividad que la caracteriza.

Spengler, Tainter y muchos otros comparten la idea de que el colapso es inherente a las civilizaciones. Puede ser que estemos acercándonos al colapso de esta civilización más rápido de lo que podemos asimilarlo, con resultados casi inimaginables. ¿Será posible que junto con ver la rápida degradación del mundo físico, no veamos también la desintegración del sistema de símbolos de la civilización occidental? Es posible mostrar lo creíble del hundimiento de aquello sometido al dominio de la tecnología y el capital de muchas formas. Weber, por ejemplo, identificó la desfiguración o marginalización de las sensibilidades ético personales como la consecuencia más significativa del proceso de desarrollo moderno.

El listado de los crímenes es virtualmente infinito. El interrogante es: si una vez que la civilización haya caído, nos reciclaremos en otra variante del crimen oiginal.

Este nuevo movimiento responde con su negativa. Los primitivistas obtienen fuerzas de la convicción de que -aún sin importar lo cruda que se haya convertido nuestra vida en los últimos diez mil años- durante los casi dos millones de años que habitamos el planeta la vida humana parece haber sido en verdad saludable y auténtica. Nos estamos desplazando, quienes formamos parte de esta corriente antiautoritaria, en la dirección del naturalismo primitivo, y contra una totalidad que nos aleja de esa condición.

Como bien lo plantea Dario Fo, “Lo mejor de hoy es esta brisa y este fantástico sol -esos jóvenes que se organizan alrededor de todo el planeta”-. Otra voz italiana se acopla a este sentimiento admirablemente:

“Entonces, en el fondo, ¿qué significa esta globalización de la que tanto hablan? ¿Será quizás el proceso de expansión de los mercados hacia la explotación de los países más pobres y de sus recursos fuera de los países ricos? ¿Será acaso la estandarización de la cultura y la difusión de un modelo dominante? Entonces, por qué no usar el término civilización que por cierto suena menos amenazante pero que calza muy bien, sin la necesidad de neologismos. No hay duda que la “media” -y no solamente los medios- tienen interés en mezclarlo todo en una muy insípida sopa de anti-globalización. Por lo tanto depende de nosotros esclarecer las cosas, llevar a cabo las críticas profundas y actuar consecuentemente”. (Terra Salvaggio, Julio 2000).

Es una batalla por todo o nada. La anarquía es sólo un nombre para aquellos que adoptan su compromiso de redención e integridad, y tratan de encarar qué tanto nos costará llegar allí. Nosotros -los seres humanos-anduvimos una vez por el sendero correcto, si es que debemos creer en los antropólogos.

Por tanto buscamos la posibilidad de volver a ese estado nuevamente.

Es muy posible que sea la última oportunidad que nos queda como especie.

John Zerzan
(Traducido para Arcoiris /Noticias por Álvaro Leiva)
(Tomado de Piel de Leopardo, revista en la web)

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